La mascara
Hoy era el gran día, hoy la vería. Llevaba dos años sin
verla, sin recordar su delicado rostro de porcelana, sus elegantes vestidos o
su pelo azabache, el cual recorría su espalda con gracia. Tenía centenares de
dibujos suyos, que él mismo había echo, pero, cual su belleza, no se podía
comparar, con la real Amaís, una noble de gran poder, una hermosa dama, de ojos
cristalinos, de mirada penetrante e inteligente, que indirectamente mostraban
sus pecas que se alineaban debajo de sus ojos, su nariz pequeña y delicada, que
daba paso a unos labios carmesí, que mostraban amabilidad y bondad en persona,
sus delicadas manos, cuales, un simple roce, electrizaban, y sus curvas
marcadas por el corsé, que dejaban ver que su estructura era tan perfecta como
su rostro. La había visto crecer desde los seis años, ella educada y permitida.
Él teniendo que estudiar y trabajar duramente, para costearse un lugar en donde
vivir. Había hablado con ella, cuando ella tenía diez años, y desde que esos
delicados ojos se habían posado en él, Julius, había sabido que su deber era
estar con ella, hasta el final de los tiempos. Empezaron a hablar, a verse, él
cuando acababa su duro trabajo, limpiando el castillo, ella cuando acababa de
estudiar, o hablar con alguna noble, o su tutora. Se habían echo inseparables,
y aunque no salieran, aunque no pudiera besarla de forma indebida, él se había
aguantado, ya que su amistad era mejor que mil libros, en verso, de la decima
estantería, de la biblioteca personal del profesor de derecho canónico, Don
Pedro de Luna. Se siguieron viendo, cada vez más, hasta los quince. A los
quince años, se vieron en uno de sus lugares habituales, la playa, ahí fue
cuando las cosas se complicaron, Julius estaba decidido a declarar su amor, y
lo hizo, y también la beso, pensó “¿Por qué no intentarlo? Nuestra amistad
duró, pero quiero algo más”, en ese beso, se expresó sentimientos que se había
callado, que nunca se había atrevido a decir, por miedo al rechazo o a que se
riera, pero Amaís no se reía, ni se apartaba, o le abofeteaba, aceptó el beso
con gusto. Estuvieron así, cinco… diez minutos, hasta que algo les separó
bruscamente, la tutora de Amaís, María, lo había visto todo, y estaba echa
cólera, se les prohibió volver a hablar, volver a verse, ni si quiera cartas,
ni compartir un libro. A la semana se fue, y el perdió la esperanza, él la
añoraba. Y ella le extrañaba. Su amor, el cual tan poco había durado, por su
propia avaricia, por probar el fruto prohibido de los labios de Amaís, lo había
perdido. Don Pedro, se compadeció, Julius era el cual más se aplicaba, el cual
estudiaba hasta caer exhausto, para no pensar en ella, pero cada vez más, Amaís
aparecía en sus sueños, más la extrañaba, y más la deseaba entre sus brazos.
Por fin había llegado el momento, por fin vería a Amaís,
después de dos largos años. Ahora Julius era de una posición más elevada, y
ella era una noble importante, y aunque era una mujer, valorada su opinión como
la de cualquier hombre de su puesto,
había llegado alto. Se celebraba una fiesta, Don Pedro había llegado a
Cardenal, y se celebraba con un baile de mascaras. La reconocería fácilmente,
estaría cerca de Don pedro, el nuevo cardenal, para darle sus más alegres
felicitaciones. Se puso su mascara, cubría simplemente la parte de arriba de su
rostro, expuestos solo sus ojos verdes al mundo. Estaban en la sala, la cual
llamaban “La sala dorada” era donde se solía hacer las plegarías, pero por este
caso especial, se había convertido en la sala principal en donde se celebraba
la fiesta. La vio, llevaba una mascara blanca que cubría su rostro, haciendo en
los ojos unas alas de ángel negras, unas lagrimas que recorrían toda la parte
inferior del ojo, los labios y el entrecejo, dorado, y una explosión de naranja
en la parte superior del parpado, como si fuera un fuego vivo, su vestido,
llevaba una ancha falda anaranjada, con pliegues que la hacían majestuosa, su
corsé, era del mismo color, pero por el centro, era de un anaranjado más débil,
con una tela delante blanca, haciendo el efecto de que estuviera brillando de
forma dorada, una cinta, de la misma tela que su corsé, pero este de un blanco
plateado, recorría su cintura acabado en un lazo pequeño pero potente, y,
aunque se notara poco, al llevar la mascara, su pelo azabache, del cual poseía
algún tipo de majestuosidad propia, iba recogido en un moño alto, que estaba
bien estirado, pero daba la intensidad de que estuviera suelto y despreocupado.
Su corazón se aceleró, poco a poco, se acercó a la muchacha, la cual observaba
de cerca las gambas recién colocadas en la mesa, cortesía de los pescadores de
Peñíscola. Con una suave elegancia, se colocó al lado, le rozo la mano y
susurró:
-Si usted bella dama, inteligente y segura, quiere volver a
ver, al cual en su día, a vos, señora, le juró bajo una playa, su condicional
amor, reúnase con dicha persona, yo, en la gran biblioteca del nuevo Cardenal,
el cual estará dispuesto a prestárnosla, para una complicada decisión, la cual
solo sabe vos, ya que me gustaría saber su opinión, con gran interés –Dijo
Julius, lenta y pausadamente, como si tuviera miedo a que Amaís, la cual había
estado esperando dos años, gritara alguna desdicha, como que quien era, o que
hacía, sin casi respiración, bajo rápidamente las escaleras, hasta encontrarse
en la biblioteca y esperó. A los escasos cinco minutos, las puertas se abrieron
con bastante energía como para acabar con diez ejércitos, y una muchacha, entro
apresuradamente. Se paró en frente de las puertas, lentamente las cerro, y se
giró al muchacho, Julius, seguía ojeando un libro cualquiera. Amaís corrió por
toda la biblioteca, hasta estar enfrente de Julius, el cual poco a poco, se
saco la mascara. A los segundos, Amaís siguió con el descubrimiento de su
rostro. Se quedaron en silencio, solo se escuchaba los grillos de la noche, y
un que otro búho de caza, los dos se miraban fijamente a los ojos, como si
fuera la nueva curiosidad de un infante, Julius sonrió a su manera, una sonrisa
torcida pero que mostraba felicidad, poco a poco, y con miedo a perderla otra
vez, con el canto de la mano, rozo el rostro de Amaís, ella cerró los ojos , su
rostro, estaba sin maquillaje, lo que dejaba ver con claridad todas sus
fracciones, las cuales eran mucho más bellas, con más confianza, puso una mano
en la cadera de Amaís, y la acerco a si mismo, con más delicadeza, que un
hombre montando un barco en una botella, con sus frentes tocándose y con cada
uno, notando al máximo sus respiraciones, Amaís hablo.
-Julius, Vos, él que me juró amor eterno, él cual su beso fue prohibido por nuestra
sociedad, un fruto demasiado tentativo para ser cierto, ¿Sigue usted amándome
con la misma frecuencia que hace dos años? –Dijo Amaís, rápidamente y casi sin
respiración, por la emoción del momento.
-Decir que no sería una mentira, no tengo palabras para
describir lo que siento por vos, casi más de setecientos treinta días,
esperando volver a tu rostro, estudiando y rezando, para llegar a un nivel de
sociedad, en el cual nuestro amor no sea un pecado, en el cual nuestras manos
puedan ser cruzadas ante la sociedad, sin el rechazo o el asco en sus caras,
¡Pero que demonios! ¿Quién dice que la sociedad tiene que mandar sobre el amor?
¿Quién dice que si a la sociedad no le gusta, no se tiene que hacer? ¿Vos,
Amaís, me amáis? –Dijo Julius, acercándose mucho más a Amaís.
-Eso ni se pregunta, pero malas noticias se acercan, mi
tutora sigue acechando, mi edad para una boda se acerca, temo ser emparejada
con alguien codicioso, estos años, he trabajado para tener mi voz y voto, si es
necesario, renunciaré a él, para estar contigo, Julius- Dijo Amaís mientras
ponía una de sus delicadas manos en el pecho de Julius- Pero no se que hacer,
cada día temo más que no te pueda ver, mis mayores pesadillas son recordar el
día en el que me alejé de ti, sin poder decirte adiós como es debido o
simplemente una mirada sincera, para que supiera que te amo, pero cada vez más,
tengo más pretendientes, y mi tutora será la cual elija cual será mi próximo
marido, al cual estaré atada de por vida, no… -No pudo acabar la frase, Julius,
en un acto repentino, la besó, pero no como el último beso, el cual no tenía
comparación con su primer beso, el primero había sido delicado, sencillo,
intentando pasar todos sus sentimientos. Este estaba lleno de pasión, añoranza
y sobre todo, amor. Su amor no había disminuido en esos dos años, no, había
crecido, había pasado de un amor juvenil, a un amor de verdad, del cual no se
olvida, y puede llegar a ser para siempre.
-Si deseas como yo, amarnos para la eternidad, en cuanto la
fiesta este en su punto más celebre, cuando las damas estén eufóricas, y los
varones aturdidos por el alcohol, acércate a la playa en el cual te deseé amor
eterno, para irnos lejos, en donde nuestro amor sea aceptado, aunque sea como
campesinos- Con eso último de Julius, una acaricia rápida al rostro de Amaís,
Julius desapareció por la puerta velozmente, sin mirar atrás, por temer de
tener la tentación de volver a besarla, y no soltarla. En cuanto desapareció de
la vista de Amaís, se sentó en una de las sillas, en frente de la mesa de Don
Pedro, el cual a los minutos, apareció por la puerta, y le puso una mano en el
hombro a Amaís.
-¿Qué le pasa, hija mía? –dijo, con un tono de dulzura.
-Cardenal, no sé que hacer, me siento confusa- dijo Amaís,
tapándose el rostro
-Explíqueme, a lo mejor, mis años de experiencia, le pueden
ayudar
-A-amo a un varón, de rango social más bajo, él también me
ama, y tenemos decidido irnos, pero… ¿Qué pasa si no encontramos ningún lugar
en el cual podamos vivir en paz? –dijo Amaís sollozando.
-Muchacha, tengo cuarenta y siete años, llevo más de la mitad en la vida religiosa, y
lo que nunca he podido hacer es enamorarme, utiliza esta oportunidad, puede que
no haya ninguna más en la vida, se feliz, porque si, habrán días en los cuales se
complicaran las cosas, todo se nublará y perderás el horizonte, pero si tienes
una persona al lado, alguien que te quiera, podrás pasarlo todo, aprovecha,
enamórate, vive aventuras y sobre todo,
nunca te olvides de lo que significa Amor. –El Cardenal sonrió a Amaís, la cual
había separado sus manos del rosto, y miraba atentamente al Cardenal – Pero
corra señorita, no todo el tiempo podrán esperarla.
Amaís se levanto, le dio un beso en la mejilla a Don Pedro,
y le susurró un “Gracias”. A las doce en punto, cuando las mujeres se sentaron
en un rincón a cotillear, menos algunas más atrevidas, que bailaron un vals
complicado, y los hombres fumaban y reían, Amaís huyó hacia la playa, la cual
Julius esperaba con un par de caballos, comida, agua y mudas limpias.
-¿A dónde quieres ir, Amaís?- dijo Julius.
-Nunca he visto Francia en esta temporada del año, ¿Qué te
parece si vamos?